Ambientada en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, la pieza retrata la caída de los Keller, una familia acomodada que prosperó durante el conflicto gracias a la fabricación de piezas aeronáuticas. Sin embargo, ese éxito económico contrasta con el doloroso vacío que dejó la desaparición de Larry, el hijo menor, de quien no se tienen noticias desde hace tres años.
La venta de repuestos defectuosos provocó la muerte de 21 pilotos en Australia, lo que llevó a Joe Keller y a su socio, Steve Deever, a enfrentar un proceso judicial. Mientras Deever fue condenado a prisión, Keller logró eludir la justicia y mantener su libertad.
La llegada de Ann Deever —exnovia de Larry e hija del socio encarcelado— con la intención de anunciar su compromiso con Chris Keller, el otro hijo de Joe, marcará el comienzo del derrumbe definitivo del protagonista.
La obra denuncia el enriquecimiento que generan los conflictos bélicos y pone en escena el eterno dilema entre el beneficio individual y el bien común. En tiempos como los actuales, en que decisiones políticas desatan guerras, en que misiles destruyen ciudades y grandes empresarios se enriquecen a costa del sufrimiento ajeno, Todos eran mis hijos vuelve a interpelar con fuerza. Su vigencia no reside solo en la lucidez con la que aborda la ética de la posguerra, sino en su capacidad para desnudar las lógicas que siguen rigiendo muchas esferas del poder económico y político.
Veinticinco años después de su primera versión, El Galpón vuelve a montar esta pieza, ahora bajo la dirección de Anthony Fletcher. El elenco —integrado por Marcos Acuña, Alicia Alfonso, Alejandro Busch, Andrés Guido, Soledad Lacassy, Marina Rodríguez y Pablo Varrailhon— ofrece una interpretación de gran solvencia técnica. Los actores manejan con precisión los ritmos del texto y construyen con eficacia los climas emocionales que demanda la obra.
Destaca especialmente la labor de Pablo Varrailhon —artista invitado de la Comedia Nacional—, quien da vida a Joe Keller con matices interesantes. Su interpretación oscila entre la socarronería y la duda, como si la ironía fuera su forma de defensa ante una culpa que lo corroe. Bajo sus gestos risueños y comentarios elípticos asoman las miserias que no se atreve a enfrentar del todo.
Otro gran acierto de la puesta es el diseño técnico, especialmente la iluminación y escenografía a cargo de Claudia Sánchez, que trascienden el naturalismo para adentrarse en una dimensión simbólica. Las luces violáceas y azules tiñen el escenario con una frialdad calculada, esencial para delinear el estado emocional de los personajes. La disposición de estructuras cilíndricas verticales, sutilmente iluminadas, remite al jardín de los Keller y, al mismo tiempo, sugiere los barrotes de una celda. Estos elementos condensan la dualidad entre lo cotidiano y lo opresivo, haciendo visible el encierro ético del protagonista.
Durante agosto, con funciones los sábados a las 20:30 y los domingos a las 19:00, el público podrá asistir a una puesta que confirma la potencia escénica de Arthur Miller. Lejos de agotarse en su contexto histórico, Todos eran mis hijos persiste como una obra incómoda y necesaria, que confronta sin rodeos los dilemas morales que atraviesan nuestras sociedades hasta el presente.
Fotografía: Alejandro Persichetti